A las 4 de la tarde, Irelys Rojas comienza a temer el final del día.
Está lloviendo, y los restaurantes en donde canta están vacíos. A las 5, se sienta en un cafetín a contar la plata que ganó por el día.
Son solo $24,000 pesos colombianos, más o menos $8 dólares estadounidenses.
Necesitaba $33 dólares para cumplir con los gastos de la renta, un pasaje de metro y la única comida del día. El resto — como $20 — planeaba mandarlo a sus padres y a sus tres hijos, quienes dejó en Margarita, una isla cerca de la costa noreste de Venezuela. A pesar la altísima inflación en su país, la cantidad hubiese sido necesario para un cartón de huevos y un litro de leche.
Su carisma se desborda mientras camina por las calles del centro de Medellín, escondiendo lagrimas entre sonrisas, mientras con euforia saluda a los vendedores callejeros. Algunos exhiben su mercancía en mesas, otros en mantas extendidas en en la acera — venden caramelos, tarjetas de teléfono, bisutería barata.
“Hola, mi amor, ¿Cómo estás?” Irelys saluda a todos con cariño.
Apenas los conoció en enero, cuando empezó a cantar en restaurantes a cambio de propinas, poco después de llegar a Colombia. Luciendo leggings, zapatos de goma y una franela ajustada, Irelys de 38 años, se para en cada panadería, restaurant, cafetín, donde le permitan cantar una canción.
En Venezuela, trabajaba desde su casa diseñando bolsos de playa y pasteles para ocasiones especiales. Pasaba los ratos libres con sus niños — Reynaldo, Luis Manuel y Angel Rafael. Con una inflación del 80.000 por ciento a finales del 2018, la gente no podían comprar carteras y postres. Menos dinero significó menos compradores y pocas ventas.
Irelys nunca tuvo que viajar fuera del país, por eso nunca pensó en sacar un pasaporte. A la hora de dejar Venezuela hace cinco meses, no pudo permitir comprarse uno.
Obtener un pasaporte es un proceso burocrático, costoso y tedioso para los venezolanos, pero los emigrantes añoran el librito vinotinto con un sello. Luego de que la hiperinflación y el mal manejo de recursos en Venezuela, el gobierno ha quedado incapaz de expedir pasaportes — a veces por falta de material, otras veces por falta de electricidad para subir la información de los ciudadanos al sistema computarizado.
“Tienes que conseguir a un gestor para que te den una cita para que te tomen la foto y después esperar meses y meses para que te digan que no hay material,” señaló Irelys. “Ah, y también pagarle al gestor como $1.000 dólares.”
Al cruzar el borde de manera ilegal, perdió el derecho de encontrar un trabajo formalmente, el acceso a la salud pública o incluso sacar una tarjeta de crédito en Colombia. Ella es una en casi medio millón de venezolanos que ahora residen en ese país sin los documentos adecuados para trabajar o recibir servicios sociales — un acto de fé que tomó para escapar la situación invivible en su país.
No fue una decisión difícil de renunciar su derecho de pertenecer a una nación. Sus hijos necesitaban comida y cuadernos y medias — todo lo que ella puede darles solo desde lejos.
“Estoy aquí porque me toca”, dijo. “Tengo tres bocas que alimentar en Venezuela, pero nadie quiere dejar su país”.
“Tienes que conseguir a un gestor para que te den una cita para que te tomen la foto y después esperar meses y meses para que te digan que no hay material. Ah, y también pagarle al gestor como $1.000 dólares.”
La frontera que divide Colombia y Venezuela es el más largo y concurrido de Latinoamérica, con 70.000 personas cruzando a diario, de acuerdo a Christian Krüger Sarmiento, el director de Migración Colombia. Al menos 5% cruzan para quedarse.
En un esfuerzo para proveer una avenida legal para los venezolanos que cruzan el borde regularmente para comprar comida y medicinas, y en ocasión gasolina, el gobierno Colombiano comenzó a expedir un documento llamado Tarjeta de Movilidad Fronteriza. Para los venezolanos que viven en estados fronterizos se movilicen libremente sin pasaporte.
Los seis puntos de entrada legal, sin embargo, han estado cerrados desde los finales de febrero, bajo la orden del presidente venezolano Nicolás Maduro, forzando muchos compatriotas que cruzan diariamente, hacerlo de manera ilegal.
Como respuesta, la Policía Nacional colombiana implementó un control estricto en los caminos ilegales conocidos como trochas, estableciendo puntos de verificación donde las guardias revisan documentos de identificación y los antecedentes penales de los viajeros, señaló el coronel José Luis Palomino.
Del 2016 al 2018, las autoridades colombianas deportaron 4.274 venezolanos, comparado con solo 294 en los tres años anteriores combinados. Muchos han aparecidos en las noticias por cometer crímenes horribles.
Colombia — un país que históricamente ha exportado más migrantes de los que han recibido ‚ está respondiendo a las masas de venezolanos dándoles la oportunidad de regularizarse bajo condiciones específicas. Junto a las Tarjetas de Movilidad Fronteriza, el gobierno comenzó a expedir el Permiso Especial de Permanencia, conocido como PEP, en 2017 para los venezolanos. El documento es válido por dos años. Desde entonces Migración Colombia ha dado varias rondas de PEP para las personas que ingresaron al país de forma legal con un sello en el pasaporte antes de ciertas fechas.
Con la escasez de pasaportes Venezolanos, según la agencia, en agosto solo 500.000 de venezolanos tienen un estado regular en Colombia, con PEPs o visas.
Indocumentado
El limbo legal de los venezolanos en colombia
Otro esfuerzo para ayudar a quienes no tienen pasaporte fue un censo, que tuvo lugar desde abril hasta julio de 2018. Al principio, las autoridades colombianas promocionaron el censo como un simple conteo de los venezolanos con estado indocumentado en el país. El registro no prometió conceder un estado legal pero estipuló que la información no podría ser usada por autoridades para procesos de deportación.
Al terminar el censo, 442.262 venezolanos que se registraron en línea calificaron para el PEP, permitiéndoles obtener empleo formal, acceder el sistema de salud pública y solicitar visas que podrían garantizar un estatus legal permanente.
“Ese es un tema que nos ayuda a proteger el país acerca de la seguridad, pero también nos ayuda a proteger los derechos de los inmigrantes, los cuales son ignorados por su condición de estado legal — son explotados en su empleo”, Krüger Sarmiento dijo.
Igualmente el gobierno estima de los 1.1 de venezolanos en Colombia, casi 500.000 o 40 por ciento seguía de manera indocumentada en febrero de este año.
Cuando los primeros dos años del PEP expiran en julio, no es seguro si el gobierno permitirá que los migrantes renueven el documento.
“La lógica era permitir ese periódo de dos años para que los venezolanos buscarán la manera de conseguir una visa – una visa de estudiante, una visa de trabajador, una visa de refugiado”, notó Carlos Vázquez, el presidente de ColVenz, una organización sin fines de lucro dedicada de ayudar a venezolanos recién llegados en Medellín. “Algunas visas toca tiempo, algunas dinero, otras tienen que ser patrocinadas y hay gente que no saben que existen. La gente no puede darse el lujo de planear un futuro tan lejano”.
Cuando Irelys decidió de irse, ni siquiera intentó sacarse un pasaporte.
Si hubiese sido una situación regular en la cual tuviese que pagar una cantidad modesta por su documento, ella lo hubiera hecho, señaló. Pero gastar una pequeña fortuna en eso, en vez de proveer para el bienestar de sus hijos, sonaba ridículo.
“Yo ni siquiera tengo esa plata,” dijo Irelys, mirando sus manos durante una entrevista. “Nunca fue una opción para mí”.
Para irse, le toco vender su casa en Margarita.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados estima que al menos 3 millones de venezolanos han emigrado. Eso representa el 10% de la población del país. En los últimos años, el valor de las bienes raíces se ha desplomado en un mercado abrumado por familia desesperadas que buscan emigrar, con la esperanza de vender sus casas para llevarse un poco de dinero en su bolsillo.
Cuando le ofrecieron $200 por su casa de cinco habitaciones, los agarró sin vacilación. Sería suficiente para comprar un teléfono inteligente, con el cual se mantendría en contacto con sus hijos, y para ahorrar dinero para el viaje porvenir.
En solo cuatro días, caminó 800 millas hasta llegar a Colombia, donde pagó USD $7 a un guajiro que pasó a un grupo de venezolanos por su casa en La Guajira.
Una vez que llegó a Maicao, la primera ciudad en la que sus pies tocaron tierra colombiana, Irelys se sintió abrumada. La comida abundaba y la gente no estaba hurgando en la basura para ceder la hambre.
Había pan recién horneado, buñuelos, pandebono, pastelitos, empanadas — todos los bocados que se habían vuelto caros y escasos en su país.
Ciudadanía por nacimiento
La economía venezolana se derrumbó en el 2014 junto con el precio del petróleo, el único producto que exportaba el país. La escasez de comida se convirtió en lo normal. Regulaciones en los precios máximos en articulos básico subieron en un disparo los cuales asfixiaron al sector privado, dejando a los venezolanos hambrientos y malnutridos.
Una encuesta por la Universidad Simón Bolívar reveló que en 2017, 64% de los venezolanos habían adelgazado, en promedio, 12 kilos.
“Cuando la cosa estaba bien en Venezuela, mi vida era como esa canción por Juan Gabriel,” señaló Irelys. “Nunca sufrí, nunca lloré, fui muy feliz.”
Quien entrara a su casa tenía un lugar en la mesa del comedor — el plomero, el vecino, algún amigo. Ahora su familia evade tener invitados a la hora del almuerzo o del desayuno porque apenas hay suficiente comida para sustentarse con lo que manda Irelys.
Aunque el estómago le esta gruñiendo de la hambre cuando baja el sol, y le toca dormir en el autobús a Medellín, se pregunta: ¿Habrán comido sus niños?
Irelys se baja del bus el 3 de diciembre a las 4 de la mañana. Dos horas más tarde, lucía un delantal y tomaba órdenes como mesera en una panadería. Los turnos duraban desde las 6 a.m. hasta la medianoche, y en ocasiones, no le daba chance de sentarse.
En solo dos semanas renunció. La encargada de la panadería le gritó a otra empleada venezolana quien tampoco tenía documentos. Irelys estaba nerviosisima — tiró el delantal en una mesa y le dijo a la encargada que no volvería.
No perdió mucho: su paga era alrededor de $3 dólares al día, más la propina. Sin embargo, con eso alcanzaba para enviarles remesas a su familia.
“Me parece que explotan a los venezolanos”, dijo. “Se aprovechan y si te dejas, te sacan la agua de los ojos.”
Al salir de la panadería esa mañana, se fue a la Plaza Botero, donde rezó y lloró en un banquito. Una mujer mayor le preguntó por qué lloraba.
“Estoy preocupada” Irelys respondió.
“¿Estás llorando porque no tienes trabajo? ¿Es por eso que lloras”? Preguntó la mujer. “Deja de llorar. Aquí las mujeres se prostituyen y así tienen trabajo”.
“En Colombia la irregularidad es una forma de empleo. Esa manera informal de vender genera trabajo, y generalmente, es utilizada por madres solteras o personas mayores, por ejemplo — por gente que no puede conseguir un trabajo de manera formal que lo usan para alimentarse”.
Irelys miró fijamente a la mujer por un segundo y volteó. Las mujeres estaban en la misma banquilla, fumando cigarrillos y esperando a sus clientes.
Se le cayó el alma a los pies.
Pero en fracciones de segundos, vio a un hombre vendiendo galletas en la plaza. Si él podía hacerlo por qué no ella también?
Se secó las lágrimas y le preguntó al hombre dónde comprar las galletas. Pasaron dos semanas antes de que la policía la detuviera.
“Me trataron como a una criminal, pero después se compadecieron y me dejaron ir”, dijo.
La Paisa, el apodo de la mujer que controla la venta de galletas en Plaza Botero, es quien delató a Irelys para que la policía le quitara su mercancía. Eventualmente, la dejaron ir con la amenaza una multa si continuaba de vender galletas en el mismo lugar.
Aunque la Policía Nacional de Colombia no ofreció detalles sobre detenciones específicas, Leidy Tatiana Acevedo Higuita, LA TITLE para la región de Medellín, dijo que los vendedores informales — aquellos que venden en las calles sin permiso de la alcaldía — no son necesariamente ilegales.
“En Colombia la irregularidad es una forma de empleo”, señaló. “Esa manera informal de vender genera trabajo, y generalmente, es utilizada por madres solteras o personas mayores, por ejemplo — por gente que no puede conseguir un trabajo de manera formal que lo usan para alimentarse”.
Si los vendedores deambulan por la calle, no pueden ser detenidos. Sin embargo, cuando alguien decide plantarse en el mismo lugar, la policía tiene la autoridad para detenerlos y decomisar su mercancía, acusándolo de invasión a la propiedad pública.
La ley que prevalece entró en vigencia en el 2016, y desde entonces, el número de multas por invasión a la propiedad pública ha aumentado, según las autoridades, pero no hay manera de saber si los infractores son venezolanos o colombianos.
Acevedo Higuita dijo que una multa no necesariamente termina en una deportación, pero cuando los inmigrantes son detenidos o multados, Migración Colombia recibe un reporte para sus récords.
En un par de horas, cuando le devolvieron la mercancía después de ser interrogada en la estación de policía, Irelys regresó a la plaza.
“Les di lástima después de un rato hablando”, dijo.
No se sabe si las autoridades de inmigración recibieron un reporte, pero según Irelys, nunca han tratado de contactarla.
Mientras tanto, ha aprendido a navegar una nueva ciudad — y un nuevo país — sin documentos.
Hasta agosto del año pasado, el gobierno estadounidense había donado $46 millones para aliviar la carga que los inmigrantes representan para Colombia. El Vice Presidente Mike Pence, anunció otros $55 millones en donaciones para asistir a los refugiados en enero.
De acuerdo al gobierno, el dinero ha sido invertido para proveer servicios médicos de manera gratuita para los inmigrantes. Con el PEP o una visa, pueden acceder al sistema de salud pública, el cual era insuficiente incluso antes de la crisis migratoria en Colombia. Los venezolanos indocumentados, como Irelys, solo pueden recibir tratamiento de emergencia — como un hueso fracturado o apendicitis.
“Gracias a Dios que yo no me he enfermado”, dijo.
Las mujeres embarazadas, que huyen de Venezuela temiendo criar a un niño en el medio de la crisis, también reciben chequeos regulares y asistencia para dar a luz gratis, sin importar su condición legal.
Pero los niños llegan a este mundo sin nación. Tan solo 30 países alrededor del mundo proveen ciudadanía por nacimiento — Colombia no es uno de ellos.
A pesar de que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados ha establecido campamentos temporales para los inmigrantes en ciudades fronterizas — y brevemente en Bogotá, la capital de Colombia — no hay ninguna solución de vivienda permanente para abordar la situación. El resultado son los venezolanos vagando por las calles durante el día y durmiendo en banquillas públicas por las noches.
William José Hidalgo solo pudo alcanzar a pagar por dos noches en una pensión, donde pagaba $1.25 cada noche, apenas llegó de Venezuela caminando. Ahora, duerme en la Plaza Botero en el centro de Medellín. Ocasionalmente un señor mayor le permite bañarse en su casa, que está a un par de cuadras de la plaza.
“Me siento más feliz durante el día — cuando es de día, porque cuando llega la noche me pongo a pensar”, señaló Hidalgo, quien tampoco tiene papeles. “Creo que me voy a enfermar pronto”.
Desde que llegó a principios de marzo, ha tocado puertas buscando ayuda. En los refugios, que son administrados por organizaciones sin fines de lucro, le han dado comida pero no refugio porque ya están llenos. Ha ido a tiendas y restaurantes buscando trabajo, pero como sus pertenencias, incluyendo su cédula fueron robados con pistola la primera noche que durmió en la Plaza Botero, nadie le ha brindado la oportunidad de trabajar.
Irelys se siente afortunada y agradecida en Medellín. La cuñada de su papá le alquila un apartamento en un bloque de vivienda pública a una mujer colombiana. La renta cuesta como $110 al mes, e Irelys paga casi $40.
Es su hogar, pero sus niños no la están esperando para saludarla en la puerta cuando regresa de trabajar.
“Estoy compartiendo esta casa con gente que se ha convertido mi familia, pero no son mi familia”, dijo. “No es mi hogar — es un hogar temporal donde me recibieron. Yo cierro los ojos y deseó estar con mi familia”.
“Ese es un tema que nos ayuda a proteger el país acerca de la seguridad, pero también nos ayuda a proteger los derechos de los inmigrantes, los cuales son ignorados por su condición de estado legal — son explotados en su empleo.”
Con lo que vendió de galletas el día que la detuvieron, le alcanzó para reservar una altavoz en una tienda de tecnología. Después de cantar en reuniones familiares con sus tíos, que son músicos, nunca pensó que lo haría por dinero.
“Yo siento que no tendré la mejor voz del mundo pero sí tengo un talento”, dijo. “Hay mucha gente que le gusta mi voz. Yo le doy gracias a Dios por este talento, por este don que tengo”.
A veces la voz no le alcanza. En marzo, un jueves por la mañana el altavoz no encendió. Tenía casi tres meses con ella, usándola para poner la pista instrumental de las canciones populares que canta.
Gastó sus ahorros — como $17 — en chocolates y lápices para poder trabajar.
“Eso es lo que necesito hacer; así es como trabajo yo”, dijo. “Si no tengo el altavoz, tengo que resolver y ver que hago”.
Entre tanto vendía los chocolates, ocasionalmente se paraba en restaurantes a cantar una pieza a cappella. La única canción que le permite a su voz sin acompañamiento se llama “Venezuela” y es sobre la belleza y la esencia de su país.
Cuando los encargados le dan permiso de cantar, se para en frente de los comensales, deseándoles buenas tardes y se presenta. Irelys respira profundo y la letra de la canción le sale sin pensarla, aunque aparece asustada.
“Gracias damas y caballeros por su atención”, le dice a su público cuando termina de cantar. “Recuerden que los buenos venezolanos somos más, y que los buenos siempre marcamos la diferencia”.